Pachacamac

Con la esfera de lo derruido y del vestigio mantiene la fotografía un historico mano a mano. Sin mucho más asidero que el instante, la fotografía sin embargo sólo contempla permanencias, y en su seno, parte de un espectro casi infi nito, acuden las ruinas al envite como una suerte de reto. El caso es que tal reto se ha aceptado mayormente en blanco y negro, en la acometida blanca y negra de la luz – ahí donde, entre relación topográfi ca e intención artística, dormita algún que otro incunable – y en el contexto cultural de procedencia occidental, o sea en el mundo de la Antigüedad grecorromana, egipcia y medio-oriental. Las imágenes que Faustine Ferhmin ha captado en la parte septentrional del Perú rompen con dicha tradición en dos aspectos, por ser fotos en color y, obviamente, porque atañen a culturas precolombinas desaparecidas, ajenas por completo al orbe occidental (cosa que éste, como es sabido, le hizo saber al imperio inca, su heredero, de no cabe peor guisa).De seguro estas imágenes de ruinas o de formaciones rocosas no son el primer testimonio, en color, de un allende temporal y espacial inabarcable y fascinante para Occidente – hasta pudiera decirse que las fotografías en color de determinados sitios (valga mentar aquí el de Machu Picchu, en el orbe andino, y el de Angkor, en el orbe asiático) se han convertido, así como ciertos edificios sin derruir o ciertos paisajes, en iconos de la era turística. Pero con ello también rompe radicalmente Faustine Ferhmin. Pues si algo en lo que muestra invita al viaje, no es a modo de reclamo estridente. Más bien nos alcanza como una profundidad entrañable y extinta, eco de aquello que nos invita una vez allí, ante las cosas, ante ese aspecto neutro e indiferente de las cosas que recorta su impulso hacia lo sublime y les da morada en la existencia y la apropiación.Las imágenes nos muestran pues unas ruinas, especialmente las de la Huaca del Sol – tan famosas – en la provincia de La Libertad, y unas formaciones rocosas con aspecto de inmensas piedras erguidas, en especial las de la Cumbe Mayo, en la provincia de Cajamarca, a unos 3.500 metros de altura. Son por lo tanto dos modalidades distintas del vestigio las que vienen confrontadas: sometidas por igual a la labor del tiempo y a la erosión, las piedras aparejadas por los hombres (se trata a menudo, en puridad, de ladrillos de abobe) y las rocas erguidas mediante el lento trabajo de las fuerzas tectónicas no tienen ni la misma resistencia ni la misma  resonancia, y el entronque de las ruinas con la historia, con la arqueología, se diferencia – en principio – del hermanamiento con lo estrictamente geológico de los cúmulos o muros de rocas. Pero una de las peculiaridades del trabajo de Faustine Ferhmin es que, yuxtaponiendo esos objetos más que oponiéndolos, los viene a situar en un mismo plano de existencia en el que cultura y natura se confunden y se imitan, ilimitándose.En cada fotografía queda plasmada esa consonancia, pero en una de ellas, la de Pachacamac, hay una como exposición programática, al superponerse con tan sorprendente nitidez la capa antrópica y las capas geológicas que la sustentan, reveladas mediante un tajo directo en la roca, hecho al parecer para abrir una carretera. Ya no hay categorías separadas sino un mismo despliegue, el de las formas que se pliegan en el tiempo, sea cual sea su origen y su destino: es el mismo cansancio y el mismo desgaste, es la misma usanza del tiempo la que se pone de manifiesto en las ruinas y en las montañas, y de ello procede que la melancolía – que es el recibimiento humano de ese tránsito unánime – pierde cualquier fundamento sentimental para hacerse objetiva y confundirse con la propia esencia de lo que viene mostrado y que resulta tan violentamente terrestre.


Cumbe Mayo
« El sol es nuevo cada día. » Nacido en otras tierras (forzadas igualmente), este fragmento de Heráclites indica una cualidad del astro que nada, en la Tierra, puede alcanzar: la Tierra y con ella lo terrestre, las rocas, el mundo mineral en su conjunto y extensión, en sus pliegues y cicatrices, es aquello que envejece cada día, aquello que, cada día, camina rumbo al vestigio, con el polvo también. Y en esta carrera irreversible en la que todo es siempre más y más viejo, no sólo va embarcado cuanto edifi can los hombres, las frágiles fortalezas, las casas o los templos y las ciudades por fi n, sino que hace consistir en ella un suplemento de fragilidad.Los especialistas de las culturas antiguas de América no creen que la Huaca del Sol, que pertenece a la cultura moche (o mochica) que abarcó toda la parte norte del actual Perú del siglo uno al siglo siete después de Cristo, haya sido jamás un “templo del sol”, ni en el sentido inca ni como remota preformación del concepto. No quita que tal nombre hace que el portentoso amontonamiento de ladrillos de adobe, con su altura y sus brechas, sus arrugas, sea como la sobrecogedora fi gura de esa fatalidad por la que cuanto hay bajo el sol está, de un modo u otro, encaminado hacia la muerte. Una muerte, hay que decirlo, deshidratada, sin patetismo, que es ante todo una lentísima extinción, tan lenta que cobra por ello una suerte de soberanía, como parecen saberlo, encaramados en lo más alto, los nichos funerarios de Otuzco. Pero soberanía, esta palabra, como tampo co melancolía, no debe sugerir que las fotografías de Faustine Ferhmin comentan o subrayan la labor del tiempo que muestran. Por lo contrario, y esto les da su fuerza, su calma, su duración, muestran lo antiguo, lo antiquísimo como tal, o sea tal y como es y se presenta, o sea tal como no se representa, tal como no está representándose, por muy monumental que fuera. Ni asomo de efectismo, pues, en estos encuadres ajustados que tienen poco o ningún horizonte, ninguna anécdota, una luz mate y sufi ciente, atonal, austera tal vez pero que es la exacta vibración extinta de esas piedras, la de la extinción infi nita e infi nitamente lenta por la que todo cuanto está bajo el sol se consume.Un fuego apagado, es lo que evoca la tierra tal y como se muestra en las fotos de la Cumbe Mayo, donde entre tonos de musgo, de herrumbre y de ceniza, una vez solamente, médiante un murete y algo que parece ya ser un camino, el paso del hombre, furtivamente, se señala. Pero en este camino o en las aristas descantilladas de Huancaco o también en los increíbles amontonamientos de Pachacamac o de la Huaca del Sol, se trata en esencia de lo que incorpora los rastros humanos en algo mucho más grande y vasto que ellos, de lo que los disuelve en una dimensión telúrica en la que, pese a todo, no se pierden. Una imagen, entre todas, le da al asunto tintes de punto fi nal, es la del terrorífi co agujero negro de los Baños del Inca en la provincia del Amazonas: allí, leyenda y verdad, cultura y natura, pasado y presente, unidos en un solo acorde, retoman cada cual su rumbo para unirse de nuevo en el condensado enigmático de una noche cerrada en la que hasta el sol nuevo parece que zozobró.

Jean-Christophe Bailly